jueves, diciembre 15, 2005

Vida en el cosmos

Son innumerables los debates que surgen al respecto de la existencia o no de vida fuera de nuestro planeta. En mi humilde opinión, muchos de ellos terminan por confundir a los lectores profanos y éstos tienden a formarse una imagen polarizada de los postulados, a favor o en contra, cuando en realidad lo que se afirma o niega en ambos sentidos puede no contradecir ni la lógica ni las posibilidades reales en lo que respecta a la formación de la vida en el resto del cosmos.

Algunos ejemplos son las tertulias que exponen, con mayor o menor acierto, ideas relativas a si la vida ha de basarse únicamente en el carbono, o si el silicio e incluso el nitrógeno podrían también constituir bases válidas para su existencia. Otras, por su parte, debaten si la morfología de entidades o seres extraterrestres (entendiéndose las primeras como formas simples y las segundas como complejas) ha de ajustarse a lo que conocemos en la tierra o variar sensiblemente. En definitiva, un observador no especializado termina normalmente por decantarse por el sí o el no a la vida en el cosmos, o a lo sumo y en menor medida por una postura neutral, pero generalmente no valora que todos los escenarios propuestos podrían ser igualmente válidos.

Un cosmos inmenso
Creo que primeramente habría que plantearse de forma seria las probabilidades matemáticas de existencia de vida más allá de la Tierra, porque muchos tienen aún una idea excesivamente vaga de la dimensión del universo que conocemos. Y es que éste es abrumadoramente grande, tanto que la mente humana se enfrenta a grandes dificultades cuando trata de asimilarlo. Aunque las cifras de cálculo varían, en cualquiera de los escenarios son monstruosamente elevadas. Se estima que existen más de 50.000 millones de galaxias, y cada una contendría una media de al menos 200.000 millones de estrellas. En definitiva, hablamos de diez mil trillones de astros, de los cuales algunos serán enormes y otros más pequeños. Por lo que sabemos gracias al trabajo de localización de planetas extrasolares, muchas de estas estrellas podrían contener cuatro o más planetas a su alrededor. Es cuestión de ir reduciendo probabilidades, pero el número es tan grande que aunque nos situásemos en el peor de los escenarios sería fácil encontrar billones de planetas orbitando alrededor de estrellas cuyo tamaño y características permitiesen que alguno de ellos, situado a una distancia prudencial, fuese apto para la vida. Un billón es un número tan grande que una persona necesitaría más de 200 años para contarlo, sin parar día y noche. Y hablamos de miles de ellos.

Por otro lado, la formación de las moléculas esenciales para la vida es algo más sencillo, relativamente, de lo que se pensaba hace tiempo antes de clarificadoras experimentaciones. Toda la materia prima necesaria no sólo existe en otras regiones del cosmos, sino que lo inunda y de ello nos damos cuenta cuando analizamos los sistemas estelares situados aquí y allá, no importando la distancia. Para ello se usa, entre otras, la técnica del espectro infrarrojo, lo que limita los resultados a los espacios detectables con este método. Es decir, que aún queda “tela” por encontrar, pero sabemos que por lógica ha de estar ahí.

Debates sobre la idoneidad de una base de carbono, silicio o nitrógeno creo que deberían quedar para los expertos y no para el debate de calle, ya que las posibilidades de unos no excluyen la existencia del otro. En cualquier caso la búsqueda de vida basada en carbono, más idónea sin discusión que las demás aunque como he dicho no excluyente, es lo que hoy se trae entre manos la ciencia, ya que es lo que conocemos mejor.

Cuestión de condiciones
Sinceramente, a mí me parecen poco serias y ajustadas las disertaciones acerca de si las condiciones terrestres son las más idóneas. Lo son para las formas de vida que conocemos pero son éstas las que se han adaptado a nuestro planeta y no al contrario. De hecho, observemos el ejemplo de algunas especies marinas: unas siempre requirieron del líquido elemento y otras, sin embargo, no tuvieron problemas para salir de él e incluso regresar posteriormente. Un pez común representa fielmente el primer ejemplo, un anfibio al segundo, y cualquier mamífero marino, como un delfín o una ballena, al tercero. La vida es políglota.

Los peces succionan el oxígeno del agua, presente en una proporción 25 veces menor que en el aire en el mejor de los casos, a través de un sofisticado proceso en el cual la circulación sanguínea en el interior de sus branquias es esencial. Teniendo en cuenta que este gas supone tan sólo el 21% del total de la atmósfera terrestre, un ser adaptado a un entorno planetario mucho más hostil podría sobrevivir a base de oxígeno en un planeta cuya proporción fuese inferior al 1%. Ello implicaría un aumento en la presencia de otros gases como el nitrógeno que puede ser venenoso, pero la verdad es que no más que el oxígeno. Y, de hecho, el 78% de nuestra atmósfera ya es nitrógeno, sin que nadie se esté muriendo por ello.

La luz solar, por otra parte, tampoco es indispensable para la vida. A kilómetros de profundidad marina, en lugares inimaginables e inaccesibles para ella, hemos encontrado asombrosas especies que extraen energía procesando los elementos del entorno sin necesidad alguna de la generosa intervención del astro rey.

Lo mismo sucede con la temperatura; antes era casi un tópico, pero ahora sabemos que ciertos organismos pueden sobrevivir en condiciones hostiles en extremo. Además, sabemos que la temperatura de un planeta no está influida únicamente por su distancia al astro rey; Saturno es proporcionalmente más caliente que Júpiter (es más frío, pero debería serlo más aún en función a su lejanía).

El agua la consideramos indispensable, pero si nos atenemos a su composición molecular tampoco plantea un serio problema. De hecho, el ser humano es incapaz de sobrevivir en el agua y la necesidad que tiene de ella puede suplirse generándola. No es difícil imaginar un ser con la capacidad de catalizar hidrógeno, que el elemento más abundante del universo, y oxígeno, en un proceso inverso al de muchos peces. A bote pronto y obviando detalles más complejos, le bastaría un sistema de producción de electricidad parecido al que poseen ciertas especies marinas, por cierto bastante abundantes. Ello implicaría la posibilidad de vida en gigantes gaseosos del tipo Júpiter o Saturno, aunque deberíamos remitirnos a otros sistemas solares ya que en el nuestro no existe vestigio alguno de existencia de vida si excluimos cautelosamente a Europa y quizá Titán con sus hipotéticos lagos de metano.

Estrella modelo
Hay evidencias de que alrededor de las estrellas masivas, que son siempre más jóvenes que el sol puesto que su vida dura hasta mil veces menos, se encuentran cadenas de moléculas precursoras de la vida. Donde hoy está el Sol, hace ya 5.000 millones de años, existía una de ellas. Tras la correspondiente supernova, restos del gran astro quedaron esparcidos en un radio de aproximadamente un año luz, y parte de ellos dieron forma a los planetas de nuestro sistema solar. Si ese esqueleto de vida estaba ya presente en los alrededores de la matriz de nuestro sol, pudo ser el responsable de la creación de la vida en nuestro planeta, y quizá de la de Marte o Venus de forma lastimosamente frustrada en el tiempo. La contaminación de esos restos con la esencia circundante y la transformación de parte del material en cometas y meteoros gigantes (impulsados por los efectos gravitatorios de estrellas circundantes), que modelaron los mundos primitivos puede ser el origen de la vida en nuestro planeta.

Y esta “divina” presencia es común a la inmensa mayoría de estrellas jóvenes, un dato que conocemos gracias al análisis del espectro infrarrojo. Sin embargo, es evidente que para la búsqueda de vida debemos descartar las estrellas jóvenes y todo el espacio ocupado por nebulosas primigenias, ya que se necesitan bastantes miles de millones de años para modelar un sistema biológico planetario. Diez millones de años no son tiempo, pero sí tres, cuatro o cinco mil.

Inteligencia y morfología
Tendemos de forma casi inconsciente a confundir vida con vida inteligente. De hecho, la inteligencia no tiene por qué ser un proceso culminante de la evolución. Como leí en algún lado, si le preguntas a una abeja si cree que el hombre es más inteligente que ella, te contestará que eso es imposible puesto que ni siquiera es capaz de guiarse por el campo magnético de la Tierra. La capacidad de resolver problemas y adaptarse a otros nuevos de la forma en que lo hacemos no es sinónimo de mayor evolución; de hecho un tiburón es evolutivamente hablando tan perfecto como nosotros, e incluso quizá más. Nuestra inteligencia puede ser una dotación adquirida más, como lo podrían haber sido unos colmillos más grandes o una piel más dura. Esto está claro para la mayoría de los expertos.

Lo que no está tan claro es si la morfología de seres, digamos de otros planetas para evitar el término “extraterrestre” que nos induzca a error, debe ser forzosamente antropomorfa. De hecho, podrían existir planetas en los cuales especies similares a pulpos se asemejen intelectualmente a los homínidos más recientes, e incluso más. Sin embargo, algunos postulan que la forma erguida y el bipedismo es más adecuada para un desarrollo intelectual considerable. Este debate lo tuvimos hace tiempo en el grupo “forodedios”; después de él he seguido estudiando el asunto hasta llegar a nuevas conclusiones.

Conducentes a ellas examiné lo que conocemos de las primeras instancias evolutivas “serias”. Ya desde los dinosaurios se viene observando la tendencia a las cuatro extremidades y el bipedismo. De hecho la mayor parte de ellos eran capaces de trasladarse erguidos sobre dos de sus patas, lo que es altamente sugestivo. La inteligencia tal y como la conocemos, aunque sea una abstracción, parece que nace ante una serie de necesidades frente a las cuales sobreviven aquellos individuos capaces de resolverla. Una de ellas puede ser la capacidad de manipular objetos, y está demostrado que los homínidos consiguieron un volumen y complejidad cerebral mayor cuanto más se vieron obligados a modificar manualmente su entorno.

Pudiera ser que un delfín fuese más inteligente, en términos de percepción, comprensión y comunicación, que el ser humano. Pero definitivamente ninguno de ellos es capaz de ingeniar una nave espacial. Por lo tanto, si nos ceñimos exclusivamente al asunto de qué tipo de seres sería más probable que encontrásemos estudiando el cosmos como nosotros, parece claro que su modelo intelectual sería relativamente similar al nuestro. Y el morfológico, también. Evidente es que un ser de cuatro patas, o de ocho, podría ser tan inteligente como un hombre o más, pero para alterar su entorno y vivir en un plano tecnológico similar al humano debería contar con la habilidad de manipular, y para ello no valen las patas por lo que la presencia de manos es bastante probable.

De forma análoga, las extremidades “inferiores” por clasificarlas de algún modo, tendrían que parecerse forzosamente a pies, ya que serían miembros especializados en soportar un cuerpo y no contarían con la ayuda de los otros adaptados a la manipulación. Así, con manos y pies (es decir miembros especializados), sólo falta un tronco capaz de albergar los sistemas vitales y un órgano superior (en capacidad, no en ubicación) capaz de procesar y poner orden en tanta complejidad celular. Este último ha de estar cercano a aquellos otros capaces de trasladarle la información del entorno, llamémoslos ojos aunque suene excesivamente atrevido. Éstos han de comportar forzosamente una cualidad como mínimo estereoscópica, ya que le sería indispensable la habilidad de analizar la perspectiva de su entorno.

Un ser con cuatro brazos y manos, por ejemplo, lo tendría realmente complicado para progresar. Las articulaciones, nervios, huesos y demás dotación física supondrían verdaderos problemas biológicos. Continuamente me planteo si en realidad pudiesen existir seres con más extremidades y haberlas conservado en el tiempo. Sin embargo, parece claro que los seres tienden a deshacerse de aquellas partes físicas que no utilizan. El hombre, por ejemplo, terminará seguramente por perder algún dedo, el vello y verá modificada su mandíbula, por citar tan sólo unos pocos cambios que nos esperan. Igualmente, ballenas y algunas serpientes van desechando los vestigios de patas traseras, aún presentes en su esqueleto. Obviamente no los necesitan. Tampoco tendría lógica la presencia, pues, de un elevado número de extremidades, puesto que ello requeriría por ejemplo un corazón más grande y lento y un mayor consumo de energía. Por lo tanto, a título personal considero que no es sensato pensar en la proliferación mayoritaria de especies inteligentes con esa morfología.

Si nos vamos fijando, nuestro Frankenstein particular se parece bastante a un ser humano. El tipo de órganos, su forma, volumen craneal etc… pueden diferir considerablemente en tamaño, morfología y número, pero la base es evidente. En base a todo ello creo que está claro que una disposición antropomorfa sería en todo caso la más representativa entre las especies (inteligentes a nuestra manera) del cosmos. No se excluye la existencia de otras configuraciones, pero de hecho es la más probable y seguramente presente.

Volando con nuestra imaginación
Es difícil tratar de presentar un escenario válido para una especie “inteligente”, como ya dije a nuestra manera. Es decir, con un comportamiento similar al nuestro en cuanto a inquietudes exploratorias. Manifesté anteriormente en este blog que considero improbable que estemos siendo visitados actualmente por alguna civilización superior a la nuestra, lo que no excluye el hecho de que existan ya cientos de miles, o millones, de ellas con sus propios programas espaciales dentro de sus respectivos sistemas estelares. Clarificando, que el hecho de pensar que no nos visitan no implica que no posean la tecnología para cubrir amplias áreas alrededor de sus mundos de origen.

Evidentemente, cuanto mayores en tamaño fuesen estos seres inteligentes, más posibilidades tendrían de albergar un cerebro grande y complejo y por tanto de mayor capacidad. Por contra, cuanto más pequeños fuesen más lejos podrían llegar al necesitar de menor cantidad de energía para desplazar sus diminutas (por qué no llamarlas así…) naves espaciales. Todo tiene un término medio, ya que un cerebro con un tamaño del 75% de otro puede poseer una mayor complejidad lobular y aportar más capacidad de procesar información. Así, deduzco que tampoco debe haber mucha diferencia allá afuera. Es igual de probable la proliferación de seres de tres metros, de uno o de uno ochenta. Lo que me queda claro es que los viajes estelares (ojo que no digo “inter-“ estelares) se presentarían imposibles para seres de diez centímetros o para otros de doscientos veinte metros.

Todo lo que digo casa perfectamente con las teorías alienígenas que se presentan como más serias, por llamarlas de alguna manera y tratando así de despachar a las que hablan por ejemplo de la existencia una conspiración mundial operando bajo algo parecido a una “matrix” hollywoodiense, o de reptiloides confederados en guerra con grises hambrientos de vacas y cabras. Aunque personalmente no creo en la parafernalia abductológica resulta chocante ver cómo un gran número de piezas coinciden a la hora de tratar de encajar este puzzle por una de sus esquinas.

Conclusiones
Con todo esto tan sólo pretendo poner un granito de lógica en la eterna disputa entre escépticos y magufos. Creo que la batalla dialéctica debe tener lugar en el campo de la aportación de evidencias y pruebas y no en la negación sistemática de lo que el otro expone, por el simple hecho de que lo consideremos nuestro rival sobre el papel.